Desde que tuve uso de razón me sentí atraído por las bellas artes, sobre todo por la música y la pintura, atracciones que fueron en aumento al discurrir de los años y afianzarse en mí la pasión por la pintura, en gran parte gracias a mi padre, Rafael Romero Barros, magnifico pintor y mejor maestro, del que tanto aprendí.
Ya en mi adolescencia sentí la seducción que mi ciudad Córdoba ejerció sobre mí, cuando paseaba con mis amigos por sus laberínticas callejuelas y recoletas plazuelas llenas de encanto, como la Fuensanta, Capuchinos, Plaza de Aguayos, Santa Marina y el Potro, ellas fueron el lugar de mis paseos favoritos. En ellas mis amigos y yo descubrimos por primera vez la belleza de las mujeres cordobesas, mujeres de piel morena aceitunada y mirada profunda, en la que te podías perder para siempre, sobre todo si te dejaban acercarte sólo un poco a su cuerpo, a su pelo negro y oler su perfume que embriagaba los sentidos, y te hacían soñar toda la noche con alguna de ellas.
Por lógica mi verdadera pasión fueron las mujeres, pasión que se vio incrementada con el paso de los años y que quedó reflejada en toda mi obra.
Las mujeres como tema central, ellas fueron mis fuentes de inspiración, mis únicas y verdaderas musas. Mis cuadros eran retratos, escenas cotidianas, alegorías… sacadas de las coplas que el pueblo hacía suyas, o de las letras dramáticas del cante flamenco, que por otra parte eran tan reales como la vida misma. Los distintos palos del flamenco, acompañados de los acordes de una guitarra, escuchados en silencio en cualquier rincón de Córdoba, tenían la virtud de alimentar mi inspiración. Sus letras me llegaban al alma y sentía la necesidad de dar rienda suelta a toda esa amalgama de sentimientos y pasiones pintando algunos dramas sociales; desde “Vividoras del amor”, en el que representé una escena de un prostíbulo, con unas mujeres que lejos de incitar deseo y pasión daban pena. Hasta “Cante Hondo” en el que quise reflejar el terrible drama de los celos llevado hasta el extremo de matar, algo tan real que ha existido desde el principio del mundo.
Era importante para mí escuchar sus historias para poder expresar el sentir de esas desafortunadas mujeres. La tristeza de sus ojos, la falta de ilusión o esperanza por la vida, una vida a la que distintas circunstancias, a la vez que la hipocresía de la sociedad de la época, las había llevado. Historias variopintas, y a la vez tan parecidas en su dramatismo. Historias de amores y desarraigo, pero sobre todo de una sobrecogedora resignación, que hacia que no reaccionaran ante las adversidades e intentaran de alguna manera cambiar su destino. Sólo de esa manera, conociendo sus desgracias podría yo plasmar en mis lienzos, sus rostros de una amargura latente.
Yo tenía la suerte o la desgracia de enamorarme de todas, claro está platónicamente. También podría decir que las adoraba y las respetaba, todas eran hermosas y a la vez tan distintas. Unas eran distinguidas y altivas, otras jóvenes e ingenuas, sensuales y voluptuosas otras, pero todas y cada una de ellas en su momento fueron mis musas: “María Luz”, “Rosarillo”, “Carmen”, “Eva”, “Rafaela”, “Ángeles”, “Fuensanta”, Bendición” y tantas, y tantas otras. Hasta mi San Rafael lo hice mujer, la modelo fue una bellísima joven sevillana.
Todas mis modelos pasaron a la historia como prototipo de la belleza de la mujer cordobesa, aunque muchas no lo eran, como la modelo que posó para la “Virgen de los Faroles”, que fue una joven mexicana de impresionantes ojos negros y extraordinaria belleza. Pero también es cierto que la gran mayoría si fueron cordobesas de distintas clases sociales.
Ana López, conocida popularmente como “cara sucia”, a la que descubrí vendiendo claveles por las calles y en los cabaret. Era preciosa de rostro muy expresivo, su cuerpo no tenía nada que envidiarle a la Venus de Milo. Posó desnuda para “Musa gitana” y algunos cuadros más. Tenía un temperamento demasiado rebelde.
Elisa Muñoz, una bailarina sevillana muy conocida apodada “Amarantina”, posó varias veces para mí.
No puedo olvidarme de María Teresa López, más conocida universalmente como “La Chiquita Piconera”.
Para mí posaron actrices, bailarinas, modistillas, cantantes, gitanas, adolescentes y maduras. Todas y cada una de ellas fue importante y decisiva en toda mi obra, y les debo tanto, tanto. Muchas de ellas vieron perjudicada su reputación, pues posar para un pintor aun estando vestidas no estaba bien visto, la moral de la época no lo permitía, y la fama de mujeriego que me adjudicaron las mentes retorcidas, no las ayudaba mucho. No podían comprender que un hombre, por muy pintor que fuera, pudiese estar horas a solas con una mujer sin sucumbir a sus encantos, que duda cabe que sólo veían en mí al hombre y no al artista con su modelo, con su musa.
El artista se enamora de su obra, ya sean personas, paisajes o cualquier otra cosa, siempre que ese alguien o cosas les haga sentir la necesidad de ponerse inmediatamente a pintar, y sólo descansar cuando el objetivo está cumplido. El artista tiene que sentir amor por lo que está pintando y sentirlo como propio y a fe mía que yo lo sentía.
Las mujeres fueron las semillas que germinaron la pasión por toda mi obra, dedicada a ellas, a mis musas.
Recuerdo como me gustaba pasear por mi ribera, al frescor de las sombras de sus frondosos árboles, cuando en verano el sol calentaba hasta las piedras. Las muchachas iban con sus cántaros en la cadera, por agua a la fuente. Era una estampa bellísima ver sus andares garbosos, sus rostros risueños y picarones, hablando de sus cosas. De lejos se oían sus risas, tan frescas como el agua que daba la hermosa fuente.
Otras veces las que se acercaban por agua eran mujeres maduras, pero más serias y pensativas, con sus problemas y responsabilidades, pero igual de hermosas, con la belleza que dan los años y la experiencia.
Igual de encantadoras resultaban cuando iban a las iglesias, tan recatadas y místicas, aparentemente, con el velo cubriéndole la cabeza y dándole a sus perfiles un halo de misterio y magnetismo.
Toda esa belleza caló en mí por todos los años que viví, y hubiera seguido igual si la muerte no hubiese venido un poco prematuramente por mí. Para más desgracia tuvo que ser en mayo cuando en Córdoba, las mujeres, como las flores, lucen en todo su esplendor. La explosión de colores y olores, unidos a la belleza de la ciudad embriagaban los sentidos.
Por eso la muerte además de injusta fue inoportuna conmigo, no tuve tiempo de despedirme de todas mis musas, de agradecerles lo mucho que hicieron por mí, decirle lo mucho que las amé a todas y cada una de ellas.
Mis queridas y admiradas mujeres, las verdaderas y únicas artífices de toda mi obra. Mis musas.
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