jueves, 8 de noviembre de 2007

CUENTO: EL ESPÍRITU DE DOÑA BLANCA

Sí, sí, no se asusten yo soy Blanca, bueno mejor dicho, era, ahora soy sólo su espíritu.

Los cordobeses conocéis mi historia (la de Blanca), que en cierta forma también es la mía. Quizás el nombre de Blanca no os diga nada, pero si os digo que fue la protagonista de la leyenda de la Casa Encantada todo diríais, claro ahora sí, aquella tonta que quedó atrapada en el subsuelo de su propia casa, aunque los más jóvenes quizás no tanto, y no es culpa de ellos si no de sus padres por no haber seguido la costumbre de pasar de padres a hijos las leyendas de Córdoba que son muchas y que forman parte de la historia popular de nuestra ciudad.

Antes que ser un espíritu, mi cuerpo era el de Doña Blanca Urcel, que murió de la manera más tonta (todo hay que decirlo). Como ya sabéis y si no os lo digo yo, el padre de Blanca era el Corregidor Don Carlos de Urcel y Guimbarda, llamado también el Corregidor de la “casaca blanca”. Vivíamos en una casona de estilo renacentista llamada de los Villalones, en el barrio de San Andrés. Yo era muy joven (bueno Blanca), era bonita y en aquella época las jóvenes no podían salir solas -tenían que ir siempre acompañadas con su dueña, que así se llamaban las señoras de compañía-, o con su padre, ya que éste al ser viudo y tener una sola hija se excedía en cuidarla y protegerla. D. Carlos era, un hombre alto, bien parecido, elegante y educado, de pocas palabras, y aunque inculcó a su hija buenos principios y refinadas maneras, la mimaba y consentía más de lo debido. A pesar de todo Blanca se sentía sola, pues D. Carlos, al ser hombre austero y reservado, hacía poca vida social, de ahí que Blanca se aburriera tanto, pues ella estaba muy llena de vida. 

Cuando ahora yo, su espíritu, veo con la libertad que salen las jóvenes con sus amigas, y sobre todo amigos, cosa impensable en aquellos tiempos. Veo como se divierten, como van a la universidad, y a su trabajo, igual que los hombres, y sobre todo la independencia de la familia, me parece increíble. Y los veo, claro que los veo y los oigo, pero ellos no me ven a mí. Nadie me ve ni me oye, pero no se pongan tristes, ser un espíritu no es tan malo, también tiene sus ventajas, puedo trasladarme de un lado a otro, como los pájaros o como el aire, ¡que digo! mucho mejor, porque yo traspaso las paredes; puedo escuchar conversaciones muy interesantes, otras tiernas y amorosas; visito las iglesias a las que iba cuando era mortal, las más cercanas de la casa eran San Andrés y San Pablo, pero también voy a otras, porque tengo mucho tiempo. Me gusta pasear por la Mezquita, por su Patio de los Naranjos, oler el azahar en primavera y veo también lo mucho que va cambiando la ciudad.

Pienso con pena en lo efímera que fue la vida de Blanca, y todas las cosas que se perdió con ella; la amistad, el amor; la maternidad; y tantas y tantas más ¿y todo por qué?  por su curiosidad, o por la maldición que una gitana le echara a Blanca y a su padre, por la ambición de encontrar el tesoro que los hebreos tenían oculto en las entrañas de la casa, o porque se apagó la vela en el momento más inoportuno, o porque su dueña no pudo recordar la oración que escucharon aquella maldita noche a los hebreos a los que su padre dio posada, y Blanca y su dueña escucharon, para su vergüenza y perdición, pues como todos sabéis se cerró la puerta del pasadizo secreto y nunca más volvió a salir. Aunque su padre, mandó levantar todo el suelo, nunca encontraron el más mínimo rastro de la pobre Blanca. Lo único que queda de Blanca soy yo, su espíritu.

Ser espíritu también es divertido, tengo tanto, tanto tiempo y me sigue quedando la curiosidad. Recorro la ciudad de punta a punta, los nuevos barrios son más alegres y ruidosos, aunque yo prefiero pasear por los antiguos, por sus callejuelas y plazuelas, que me traen tantos recuerdos. La Ribera a mí me gustaba más antes, con su grandes árboles y su gran fuente de fresquísima agua, y el Puente Romano, y los sotos de la Albolafia, y al atardecer cuando miles de pájaros revolotean para acoplarse en las ramas de los árboles para pasar la noche, no me canso de verlos y escucharlos. También me distrae mucho ver la gente, ir de un lado a otro con unas prisas enormes, con gran ansiedad, en mis tiempos eso no pasaba. Lo que más me gusta es ver a los niños jugar, eso es algo que no cambia nunca, en todas las épocas los niños son iguales y es una gozada verlos y oírlos.

Al pasar por San Andrés me da una alegría enorme ver como la antigua Casa de los Villalones, hoy Palacio de Orive ha sido restaurada con mucha delicadeza y está llena de alegría, una casa que fue durante muchos años tétrica, triste y oscura, está ahora llena de vida y el pueblo puede, en ella, disfrutar de conciertos, de recitales de poesía y otros actos. Me gusta como ha cambiado la ciudad, me gusta Córdoba y me gustan los cordobeses.

Que nadie diga nunca que cualquier tiempo pasado fue mejor, porque no es cierto, yo que fui testigo directo lo puedo asegurar.

El Espíritu de Doña Blanca.

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