Sería por el año 1957, yo tendría nueve años, cuando las profesoras de mi colegio decidieron llevar a un par de clases de excursión a la Mezquita, eso si previamente nos hubiésemos portado bien. Desde que nos dieron la noticia estábamos más suaves que un guante, y si alguna intentaba alguna fechoría ya nos encargábamos unas cuentas de pararles los pies, y sobre todo que la señorita Emilia no llegara a enterarse, pues el castigo nos hubiera alcanzado a todas, y para las pocas veces que podíamos disfrutar de una salida colectiva, no podíamos permitir que ninguna lo estropeara por alguna tontería.
Por fin llegó el día tan esperado. Salimos del colegio en fila de a dos, charlando animadamente, en realidad el trayecto era muy corto pues el colegio estaba en la calle D. Rodrigo, frente a la iglesia de S. Pedro, a la que nos llevaban continuamente, ya que en aquella época la Iglesia tenía un control en los colegios públicos extremadamente exagerado, pues además de las continuas charlas con las que varias veces a la semana nos martirizaban, teníamos que ir los primeros viernes de mes a visitar el sagrario, los sábados por la mañana a confesar, y los domingos a misa de doce, pero no quedaba ahí la cosa, los lunes nos preguntaban por el sermón que el párroco había impartido, con ese examen controlaban la asistencia de las alumnas y pobre de la que no tuviera un motivo para justificar su falta (increíble pero cierto).
Aquel día salimos del colegio hacia la izquierda siempre en línea recta, calle Lineros (antigua Coronel Cascajo), a la altura de Bodegas Campos, a la derecha la posada, después la calle Candelaria, presidida por una gran imagen de San Rafael todavía existente, seguimos el trozo de calle que queda y nos encontramos con la famosa Plaza del Potro, con su triunfo en honor de San Rafael, y su no menos famosa fuente del Potro, coronada con un potrillo de ahí su nombre. A la derecha el museo de Julio Romero de Torres y el de Bellas Artes, ambos ubicados en el antiguo Hospital de la Caridad, edifico de finales del siglo XV, esta Plaza tiene para mí un encanto especial ya que me crié muy cerca y guardo muy gratos recuerdos. Seguimos la animada marcha en la que no parábamos de hablar, hasta el punto de que algunas vecinas se asomaban a los balcones atraídas por el murmullo, no sé si angelical o infernal, de tantas voces infantiles.
Dejamos atrás la citada plaza y atravesamos la calle Lucano, casi al final de esta había un cine de verano con el mismo nombre de la calle, al que íbamos a menudo. Atravesamos la bonita calle de la Feria hoy San Fernando, a la izquierda la Cruz del Rastro, y entramos en la calle Cardenal González, aunque al principio de la calle, en otra época fue Arquillo de Calceteros, allí hubo un Hospital llamado de la Lámpara, pero más conocido por el pueblo con el nombre de Amparo. También se conocía como Arco de la Pescadería, pues por él se accedía a la plaza de la Alhóndiga, donde en otras épocas se distribuía y vendía la mayor parte del pescado que entraba en Córdoba. Seguimos nuestra marcha hacía la Mezquita, siempre en línea recta, por fin llegamos a la Mezquita, declarada veintisiete años después Patrimonio de la Humanidad, entramos por la Puerta de Santa Catalina, lo primero que vimos fue el hermoso Patio de los Naranjos, con la torre al fondo, debía ser en primavera por el olor a azahar que nos invadió los sentidos. Las niñas quisimos jugar en ese magnífico y agradable patio, nos desmadramos un poco, pero enseguida nos llamaron al orden y volvimos a ponernos en fila, para entrar ordenadamente y en silencio, aunque eso último lo conseguíamos a medias.
Nos recibió un guía que se esforzó por explicarnos la historia aproximada de tan emblemático edificio, pero tengo que decir en honor a la verdad que por la historia árabe pasó de puntillas, sólo nos dijo que la Mezquita la hicieron los moros como decían despectivamente, cuando eso era precisamente lo único que ya sabíamos. Aquello, a pesar de mi corta edad me dejó insatisfecha, pues intuía que aquél hombre, que intentaba por todos los medios ser amable y simpático, había pasado de largo por la más importante época de la historia de Córdoba, como pude comprobar con los años (seguramente recibía órdenes del Obispado). Llevábamos un buen rato escuchando hablar de santos y de innumerables capillas, la de S. Clemente, la de S. Pedro, que si la de Villaviciosa, etc. Yo pensaba que aquello era más de lo mismo, a lo que nos tenían acostumbradas en la Iglesia. Saturada de tanta santería consideré que ya era suficiente y con mucho sigilo me fui apartando del grupo y me adentré por el laberinto de inmensas columnas y arcos, que desde mi pequeña estatura parecían aún más altos. Distraída iba yo cuando me di de cara con un hombre que me causó una enorme impresión, hasta el punto que después de tantos años todavía recuerdo aquel rostro. Era un hombre de mediana edad de piel muy oscura, su pelo y barba negros como una noche sin Luna, Su rostro transmitía una gran serenidad, sus ojos que eran impresionantes miraban hacia lo alto, la curiosidad me hizo seguir aquella mirada y enseguida comprendía porque aquel hombre estaba tan absorto contemplando aquella maravilla llamada el Mirhab, como supe después.
Aquello se salía de mi comprensión, estuve un buen rato mirando con la boca abierta y un considerable dolor de cuello, volví a mirar al misterioso hombre y pude ver que sus ojos se habían llenado de lágrimas. Le escuché susurrar unas palabras ininteligibles para mí, por más que agucé el oído, tengo que reconocer que yo estaba intrigadísima y expectante, y antes de que una amiga que se había percatado de mi ausencia llegase a mi altura, pude ver como dos gruesas lagrimas salían de los ojos más bellos que he visto nunca. Mi insistente amiga logró separarme de la cercanía de aquel hombre que había llamado mi atención. Con desgana me incorporé de nuevo a mi grupo sin que las maestras notaran mi ausencia. Terminado el recorrido salimos al patio y no tuvieron más remedio que dejarnos jugar un buen rato pues necesitábamos soltar la tensión que habíamos estado reteniendo durante todo el recorrido. Nos refrescamos bebiendo agua de la fuente del Olivo, pues alguien dijo que si alguna no bebía de esa caño no se casaba, imagino que es una de las muchas cosas que alguien dice una vez de broma y se convierte en tradición al ir de boca en boca, como comprenderéis a nosotras nos daba igual pues todavía estábamos muy lejos de pensar en esas historias. Llegados a ese punto la señorita Emilia, mirando su reloj dijo que ya era hora de regresar.
Siempre pensé que aquel hombre era uno de los muchos árabes que visitan la Mezquita y que lloran en silencio por la pérdida de aquel pasado glorioso en el que Córdoba fue capital de Al-andalus y en la que convivían en armonía las tres culturas; árabe, cristina y judía.
No puedo enumerar las veces que he visitado la Mezquita a lo largo de mi vida, pero siempre recuerdo aquella excursión con el colegio.
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